Ir al contenido principal

Recuerdos... Sueños...




Hoy he recordado una canción. No es nueva. Es eterna. Es de esas letras que siempre van a estar con nosotros. Es de Miguel Ríos. Grande. Y no sé porqué ha venido a mi mente… Pero resulta que dice tantas verdades… Tantas cosas ciertas en una sola canción…

Y es que en estas últimas semanas voy quedándome con experiencias que me va dejando la vida. Por ejemplo, hablar con un compañero de trabajo sobre la amistad y que me deje la siguiente sentencia: “Vagones de tren, eso son los amigos”. Pues no puedo quitarle la razón. Es cierto. Las amistades son eso. Llegan, se van, vuelven, reaparecen de otro modo diferente… Y quién no se ha preguntado alguna vez porqué no han aparecido antes, o después…

Entre esas experiencias, está el que un día acudas a realizar tu trabajo y que vuelvas con la moral por los suelos. A veces puede resultar difícil decir simplemente “no me interesa”, pero si con la forma de evitarlo estamos haciendo daño,  puede que dañes no sólo a una persona, sino a su interior, a la fuerza que ha intentado sacar de no se sabe dónde para salir adelante.
Por ejemplo, que a pesar de estar con esa moral por los suelos que rompe en tu interior tus sueños salgas de nuevo a la calle porque hay una fuerza más grande, la de un hijo, que no nos deja desfallecer.

Me quedo con frases. Que son tan eternas como esta canción. “Dónde estabas entonces”… “Nadie es mejor que nadie”… “Me quiero defender”…

Pues eso, que también son “fragmentos de mi vida”… “fotos a contraluz”… De mi vida y de mi profesión.

Y que, como dice la canción, “quiero intentar no volver a caer”…

Y sí, todos los que estáis a mi alrededor, sin excepción, lo lográis conmigo.

GRACIAS.

Eternas, como la canción.

Aquí os dejo con ella. Para que la podáis disfrutar como yo. Con Miguel Ríos y Manolo García (otro grande!).

http://www.youtube.com/watch?v=IZu7_gWkX3E

Comentarios

Entradas populares de este blog

Unas capas más abajo, ahí es

Como si de una cebolla se tratara. Así creo que somos los humanos. Nos ponemos capas y más capas. La capa de quedar bien ante el qué dirán. La capa de lo que dicta la sociedad. La capa de mi propia autocensura cuando escribo, aunque esa vaya unida a la primera y a la segunda. ¿Cuántas capas tienes tú? Pues yo me estoy quitando. Poco a poco, claro, pero en el camino. Tampoco es que vaya a ponerme a andar desnuda, aunque me cuentan que el naturismo una vez lo empiezas no vuelves atrás. Quizá haya que probarlo. Las que sí me estoy quitando son las interiores. Como digo, muy poco a poco. Con mucho trabajo,   mucho esfuerzo y mucho tesón. Sangre, sudor y lágrimas que se dice también. Y mira, sangre no, pero sudor y lágrimas unas cuantas. Y no lo oculto, porque ningún proceso es fácil. Pero una vez que te vas quitando capas, sí que sientes esa liviandad. Y ya, igual que con el naturismo, no quieres volver atrás. Foto de Karolina Grabowska

No querer volver

Hoy recupero un texto que no es mío, es de María Robles, psicóloga co-directora de Essentia, Psicología y Bienestar, con el que no puedo sentirme más identificada. Resulta que yo -persona social y de calle donde las haya-   tras salir lo justo e imprescindible desde el pasado 14 de marzo, tras quedarme en casa en este confinamiento y pasar muchísimas horas conmigo misma o con mis hijos, no tengo ganas de volver. Y María lo explica a la perfección, como si hubiera entrado en mi cabecita. No quiero volver a lo de antes. A las prisas. Al hoy no puedo pararme. A la falta de aire. A ir corriendo a todos sitios y a pesar de ello no llegar. Por supuesto hay muchas cosas, y personas, ahí fuera que echo de menos. Por supuesto, me apunto a volver a sentir el tacto de la arena bajo mis pies. A sumergirme en el mar y sentir su frescor tras horas de sol. A viajar, conocer nuevas ciudades o volver a patearme las ya conocidas. Claro que sí. Pero por encima de todo me he propuesto se

En mi casa

En mi casa te encuentras purpurina en la toalla. Sí, me ha pasado hoy cuando me lavaba las manos al volver de la calle. Purpurina dorada.  En mi salón, además del mobiliario habitual, también tengo una cabaña. Bueno, realmente no es mía. Es el lugar favorito de mi pequeña. Donde se mete con sus rotus, sus muñecos y se esconde del mundo. ¿Quién no ha tenido un lugar así en su infancia? Mi casa a ratos es un pequeño (o gran) caos. Mientras la pequeña investiga cómo va a decorar su nuevo paquete de slime (no sucumbáis si no queréis moco pegajoso en cada silla del salón, por muchas advertencias que hagáis, o se quita de su altura o nada); el mayor (¿Cuándo ha sido que creciste tan rápido, hijo?) está manteniendo una conversación con sus amigos mientras me dice que es “la última”. ¿Os suena a las mamás de preadolescentes? En mi casa hay libros, música. Y luz. Y colores. Y sueños.  Y en esta etapa que hemos pasado y esperemos que se quede en pasado, no puedo más que dar gracias a la vi